El hermano pequeño del cine
de Mattis G. de la Fuente
No llevo mucho tiempo trabajando en el teatro. Unos cuantos años, pero lo suficiente como para que muchos de mis amigos o conocidos me asocien a esta profesión o, por lo menos, a “este hobby”. Me parece fundamental esta asociación que hace la gente porque, en numerosas ocasiones, me han llegado recomendaciones de películas que, supuestamente, a mí me van a gustar especialmente. Cuando pregunto por qué me va gustar especialmente a mí, la respuesta suele ser: “Es una película muy teatral”.
Esto pone en juego dos nociones que, lejos de ser peligrosas, sí que son, en mi opinión, reveladoras de cómo ha empezado a configurarse la quizás no tan estrecha relación entre el teatro y el cine. Por un lado (y menos importante), se podría aclarar que, simplemente porque yo trabaje en teatro y disfrute mucho viendo obras de teatro, no quita que pueda disfrutar de algo que sea puramente cinematográfico. Me gusta el cine y, por lo general, me gusta que el cine sea cinematográfico, valga la redundancia. Es decir, me gusta que el cine aproveche el lenguaje específico y exclusivo que se le permite a esta forma de arte. Sin embargo, por otro lado, la segunda cuestión sí que me resulta más interesante: ¿qué hace que esa película que me han recomendado se tache como “teatral”? Pues suele tener dos características muy concretas: 1. Toda la película se desarrolla en un único espacio y 2. El número de personajes es bastante limitado.
Esta noción de lo teatral está relacionada con la explotación de esos dos recursos en el teatro comercial. Ejemplos de esto podrían ser Toc, Toco Burundanga, dos obras de gran éxito nacional que llevan ya muchas temporadas en cartel y que suelen ser el regalo favorito para gente que no frecuenta tanto los teatros. Esto no quiere decir, por supuesto, que no haya obras de teatro que se alejen del ámbito de masas que jueguen con estas características previamente mencionadas. Las Canciones, de Pablo Messiez, o El Mago, de Juan Mayorga, son algunas obras cuyo argumento se desarrolla en un único espacio y en las que hay un número muy limitado de personajes. No obstante, diría que la mayoría de obras que he visto en los últimos años rompen con estas condiciones y, aún así, el prejuicio general que uno puede encontrar en la gente “fuera del mundillo” suele caer en esa visión de lo teatral con respecto a lo cinematográfico.
Hace algunos años, en Enero del 2017, Javier Marías fue criticado por mucha gente del colectivo teatral por su artículo Ese idiota de Shakespeare, en el que daba su polémica opinión sobre el teatro contemporáneo y aclaraba que, por culpa de los cambios que se hacen hoy en día de obras clásicas, ya no iba al teatro. Independientemente de la falta de respeto que muestra Marías en ese artículo y lo poco que comparto su punto de vista, me llamó mucho la atención una frase que dice: “¿Que un espectador como yo, que pide cierta verosimilitud, no se crea una palabra?”. Puede parecer poco importante, pero el concepto de “verosimilitud” me genera mucho interés a la hora de criticar el teatro.
Seguro que muchos han escuchado a espectadores criticando obras teatrales y mostrando su desagrado porque “no se lo terminaban de creer”. A pesar de que puedo entender a qué se refiere la gente cuando dice esto (tuve un debate interesante con una actriz con la que trabajo sobre este tema), no puedo dejar de darle vueltas a la idea de “creerse algo” como espectador. Aquí vuelvo al tema al que hacía alusión en los primeros párrafos: la extraña (y desigual) relación entre el teatro y el cine. Creo que, aún sin ser un secreto para nadie, es importante remarcar que, socialmente, hay una gran diferencia entre el cine y el teatro. Por mucho que se diga que muy poca gente va ya al cine, el consumo de películas es mucho más amplio que el consumo de teatro, ya no sólo porque el cine esté disponible desde casa y el teatro sea el arte del encuentro, sino porque el cine, probablemente, sea un medio que “atrapa” a más gente. Sergio Blanco, uno de los dramaturgos más influyentes en el teatro actual, suele opinar, en cambio, que el teatro, a pesar de ser para todo el mundo, debe ser elitista. El teatro es un encuentro de un grupo de gente, no un arte pensado para las masas. Es curioso también que, muchas veces, hay gente que entiende el cine como “entretenimiento” y el teatro como una “obligación cultural”. Todo el mundo habrá escuchado o, quizás, dicho la frase: “No voy mucho al teatro, pero debería ir más”.
Todo esto me hace pensar en que, por alguna razón, se ha etiquetado al teatro, paradójicamente, como el hermano pequeño del cine, a pesar de que es un arte que lleva vivo muchos más siglos. Creo que hay un prejuicio en el inconsciente colectivo de que el teatro tiene muchos más límites que el cine. Al fin y al cabo, el cine permite representar el mundo y la vida con mucha más verosimilitud. Es mucho más fácil creérselo. Yo, personalmente, cuando voy al teatro no me creo nada. Y, en mis obras, trato de jugar mucho con “el pacto de mentira” (citando, nuevamente, al gran Sergio Blanco) que se puede establecer desde las tablas. Sin embargo, creo que justamente esa es la fuerza que tiene el teatro. Creo justamente que es la imposibilidad de representar fielmente la realidad donde el teatro puede aportar de forma única y específica. Creo justamente que, cuando el teatro trata de emular la realidad con extensos decorados y minuciosos detalles naturalistas, se coloca a sí mismo como el segundón del cine. Un salón de una casa, con un sofá precioso y unas estanterías llenas de libros, junto a un comedor rodeado de fotografías de familia en las paredes. Cuatro personajes. Todo ocurre ahí. Es muy teatral. Es más fácil creérselo; preferiría verlo en cine, aunque hay que conformarse.
Opino que si los creadores nos centramos más en explorar las infinitas posibilidades que ofrece únicamente el teatro en vez de intentar imitar al cine, podemos modificar esa asociación tan instalada en la mente de muchos espectadores. El teatro permite miles de espacios, miles de personajes y miles de oportunidades de cautivar al espectador no desde las situaciones aparentemente realistas que éste pueda observar, sino desde el interés que pueda generar una mentira, un simulacro que se atreva a romper el espacio, el tiempo, la física e incluso, si se quiere, la dichosa “cuarta pared”, si es que ésta existe. Así, si realmente asumimos lo importante que es darle la mano al espectador y pedirle que confíe en nosotros, no tendrá ya más la necesidad de “creerse” lo que está ocurriendo en escena.
Quizás así, en vez de creer, el espectador pueda crear.